La comunicación, ese laberinto de espejos donde buscamos nuestro propio reflejo en los ojos del otro. A veces, la imagen que nos devuelve es clara, nítida, como un estanque en calma. Otras, sin embargo, se asemeja más a un caleidoscopio frenético, un torbellino de colores y formas que nos deja perplejos, con la sensación de que hablamos idiomas distintos aunque compartamos la misma lengua.
Y es que, como bien decía el viejo Sócrates, la verdadera sabiduría reside en reconocer nuestra propia ignorancia. Porque, ¿de qué sirve un mapa si no sabemos dónde estamos? ¿De qué sirve el feedback, ese mapa que nos ofrecen los demás, si no logramos descifrar sus coordenadas?
Imaginemos por un momento a un escultor frente a un bloque de mármol. En sus manos, el cincel y la maza se convierten en herramientas de diálogo, un diálogo silencioso pero intenso. Cada golpe, cada hendidura, es una pregunta que lanza a la piedra, una búsqueda de la forma que se esconde en su interior. El feedback, en este caso, es la resistencia del material, la textura que se revela bajo sus dedos, la forma en que la luz se refleja en sus curvas.
Pero, ¿qué ocurre cuando el escultor se empeña en imponer su propia visión, ignorando las señales que le envía la piedra? El resultado es una obra tosca, desequilibrada, una melodía desafinada. Lo mismo ocurre en la comunicación cuando nos aferramos a nuestra propia perspectiva, como un capitán que se niega a ajustar el rumbo a pesar de la tormenta.
Aquí es donde entra en juego el arte de “jugar con perspectivas”, un juego que nos permite convertirnos en exploradores de la mente ajena, en detectives que buscan pistas en un escenario desconocido. Imaginemos ahora a un camaleón, capaz de mimetizarse con su entorno, de ver el mundo a través de los ojos de los demás.
Al adoptar la segunda posición perceptual, nos deslizamos en la piel del otro, nos convertimos en actores que interpretan un papel. Nos preguntamos: ¿qué emociones se esconden tras sus palabras? ¿Qué miedos, qué deseos, qué expectativas? Es como leer un libro en el que las palabras son sólo la punta del iceberg, y el verdadero significado se esconde en las profundidades del subtexto.
Y si aún así la niebla persiste, siempre podemos recurrir a la tercera posición, la del observador imparcial, el testigo silencioso que contempla la escena desde la distancia. Desde esta atalaya privilegiada, podemos analizar la interacción en su conjunto, identificar patrones, detectar las fugas y los cortocircuitos que impiden la fluidez del diálogo.
En definitiva, la comunicación efectiva no se trata de ganar una batalla dialéctica, sino de construir un puente entre dos orillas. Un puente que nos permita cruzar el abismo de la incomprensión y descubrir, en el reflejo del otro, una parte de nosotros mismos que desconocíamos.
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